Es fantástico que la ciencia empiece a estudiar la raigambre social
de la música. ¿Hay algo que se pegue más que una buena melodía? Lo único
que sabemos a ciencia cierta de ella –y ha estado con nosotros desde
los orígenes de las primeras tribus humanas– es su universalidad.
Parisienses y cameruneses, mayores de edad y niños, todos parecen
emocionarse con tonos y tiempos parecidos. No me digan que no resulta
increíble que unos y otros coincidan en hurgar en cierta armonía, en un
acorde, fruto de darle a una octava, mientras interpretan como
discordia, o en todo caso como una señal de tristeza, una melodía
demasiado lenta.
Lo único que conocemos de la música es su universalidad…
y que se trata de un evento social. Yo no conozco nada que pueda
mantener unido a un colectivo durante tanto tiempo; tal vez la religión o
el credo político. Ahora bien, lo curioso es que tanto la religión como
la política van a menos, mientras las melodías van a más.
Justamente, quizá sea esta falta de utilidad concreta de la música lo
que la hace tan querida por todo el mundo. El lenguaje parecería
seguirla en cantidad de devotos, aunque por razones muy distintas: todas
las personas se precian de poder hablar y transmitir un pensamiento a
los demás. A los neurólogos del futuro les corresponde detectar si la
diferencia entre el lenguaje musical y el hablado es tan grande como
parece: el primero no parece transmitir gran cosa,
mientras que el segundo tiene utilidades: entenderse, concentrarse y
encaminarse a la consecución de un objetivo determinado.
¿Pero y si las diferencias no fueran tan nítidas? En los laboratorios
se está demostrando con simios y humanos que los recuerdos son mucho
más frágiles de lo que se pensaba; la gente tiende a tergiversarlos con
una facilidad extrema y a decir ‘Diego’ donde dijo ‘digo’. Además,
resulta que los procesos cognitivos del cerebro son tan complicados que
ahora sabemos a ciencia cierta que el inconsciente decide por nosotros
unas milésimas de segundo antes de que nosotros resolvamos, de forma
consciente, comer o no hacerlo, ir a la derecha o a la izquierda,
olvidar una idea o recordarla.
Algún científico por ahí en el mundo me intentaba convencer de que, al contrario de lo que decía el filósofo griego Platón, el pensamiento no era lo más importante, sino el movimiento. Que el cuerpo había conseguido tales argucias y adelantos que el lenguaje o el pensamiento solo se necesitaban para poder acompasarlos, para instrumentarlos. ¿Se han parado a pensar mis lectores en lo inverosímil que resulta –por favor, que me corrijan los matemáticos– la teoría del equilibrio de los animales bípedos, como nosotros? Ni Dios sabe todavía qué es lo que nos permite andar con solo dos piernas sin perder el equilibrio, teniendo que sortear –como nos toca hacer– tantos vericuetos y curvas enrevesadas.
Ya no digamos lo que hacen algunos músicos con el juego mágico de sus dedos interpretando al piano una de las piezas de Mozart. ¿Se han fijado en cómo mueven de memoria sus dedos sin que les tiemble el pulso y respetando siempre la melodía que nos embelesa? A lo mejor lo único que importa es, justamente, lo que nos embelesa: sentir que formamos parte de la manada, empatizar con los demás. A lo mejor la música sirve para algo y el resto, para casi nada.
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